Cartagena de Indias es, sin duda, una de las ciudades más
bonitas y mejor conservadas de Sudamérica. Aunque el calor de día puede llegar
a ser sofocante, pasear por el gran centro histórico, donde se suceden miles de
casas coloniales de colores con buganvillas y hermosas flores saliendo de
patios y balcones, es un auténtico placer.
El centro es una verdadera joya que te traslada al pasado colonial.
De día no hay mucha gente en las calles, y los vendedores ambulantes de frutas
y zumos con sus gritos estridentes y el caminar pausado de la gente te recuerda
que estás en pleno Caribe. De noche, cierran los comercios y pasear por la
ciudad tiene una magia sin igual. En las plazas borbotean las fuentes y por
todo el centro se oyen los cascos de los caballos que tirando de los carros pasean
a los turistas. La gente se sienta en las terrazas de las tranquilas plazoletas
o sobre la muralla para disfrutar del fresco y escuchar buena música. Nosotros
nos aficionamos a ir a Donde Fidel, un mítico y pequeño local atestado de fotos
donde ponen salsa clásica de la buena.
Para comprender mejor la historia de la ciudad visitamos
el Museo Naval, donde se explica lo complicado que fue defender Cartagena, uno
de los pues en tiempos coloniales de los continuos ataques de piratas
financiados por Francia e Inglaterra, como los célebres Francis Drake o John
Hawkins. Para ello se tuvieron que construir barreras submarinas, murallas
alrededor de la ciudad y fuertes y castillos que defendieran la villa de los
asaltos por tierra. Pero en Cartagena, y especialmente en el Castillo de San
Felipe, se recuerda con orgullo la batalla de 1741, en la que con sólo 3.000
hombres se consiguió defender la ciudad del ataque más grande jamás preparado,
el de Edward Vernon, con más de 23.000 hombres y 180 naves implicadas. Por
desgracia, en los siglos siguientes la ciudad se deterioró muchísimo y vivió
una decadencia tremenda.
De hecho, quitando la parte histórica y una especie de
lengua larga rodeada de mar que se llama Bocagrande, donde están los grandes
hoteles y las playas (aunque éstas no valen mucho la pena), el resto de
Cartagena está en un estado lamentable, con muchas calles sin asfaltar y con
unas condiciones de movilidad penosas. Cuando llegas a la terminal de buses y
te montas en una buseta para ir hasta el centro, con tanto bache y tanta
miseria no te puedes creer que hayas llegado a una de las ciudades más
carismáticas de América. Si encima te toca viajar con un predicador que te mete
una chapa de una hora sobre Cristo y Satanás, la cosa se vuelve difícil de
soportar. Pero dentro de las murallas discurre una realidad totalmente distinta
e inmensamente placentera.
En los alrededores de la ciudad también visitamos Playa
Blanca, en la isla de Barú, una playa caribeña en la que nos quedamos a dormir
una noche, literalmente sobre la arena, en una hamaca con mosquitera. Fue una
experiencia inmejorable, aunque cometimos el error garrafal de ir en un barco turístico
y lento, el Alcatraz, que además de dejarte en Playa Blanca te llevaba a ver
las Islas del Rosario. El viaje de ida, bajo un sol de justicia, fue dantesco,
con numerosos niños mareados y vomitando sus respectivos desayunos. En las
Islas del Rosario paramos una hora para que quien quisiera pudiese ver un show
de delfines y tiburones, mientras el resto de gente, centenares de personas,
nos bañábamos en la única playa de la isla, de unos diez metros de amplitud.
Pocas veces nos hemos sentid tan borregos.
Menos mal que en Playa Blanca
dejamos la pesadilla del barco y pudimos pasar una tarde la mar de relajada,
bañándonos en un mar cristalino y calentito, viendo la puesta de sol, cenando
pescadito a la luz de las velas y durmiendo al aire libre en las hamacas. Al
día siguiente, con la playa casi desierta, nos dedicamos al buceo y pudimos ver muchos
peces de colores. Así estuvimos la mar de bien hasta que al mediodía llegaron
los barcos y cayó un buen chaparrón. Contentos y relajados volvimos a
Cartagena, donde esa noche asistimos a la mayor tormenta eléctrica que hayamos
presenciado en nuestras vidas, un espectáculo de luz y relámpagos en el que el
cielo parecía que fuera a partirse de un momento a otro, y que nos volvió a convencer de que no hay
nada más grande que la naturaleza.
Cartagena tiene un toque decadente que nos encanta
aunque muchas casas y monumentos están perfectamente restaurados
Lo nuevo y lo viejo, cara a cara
A mediodía probablemente diluvie
pero sin duda este casco antiguo tiene algo mágico y único
Casas de colores, plantas y buganvillas que caen de todos los balcones
y desde la zona amurallada se ven los rascacielos de Bocagrande
pero nosotros preferimos centrarnos en lo viejo
donde hasta algunos coches hacen juego con el ambiente
hay cientos de calles por recorrer
por la noche, la salsa más emocionante se escucha Donde Fidel
y por la calle, silencio, luces y paseos en coche de caballos
visitamos el mítico Castillo de San Felipe
Cartagena, una joya caribeña que muchos abordaron desde el mar
Viva el turismo de masas, nos vamos hacia las Islas del Rosario y Playa Blanca
Bocagrande, el NY del Caribe colombiano
Algunas de las 27 islas del Rosario, que se visitan fugazmente desde el barco
y el mar cristalino, una pasada
a la rica caracola
y a la rica langosta
Playa Blanca, masificada tras la llegada de barcos y lanchas
Las simpáticas pero pesadas masajistas de playa
Cuando se va la gente, empiezan las escenas interesantes
y la puesta de sol
de postal
sin necesidad de photoshop
hace volar nuestra imaginación
y la de cualquiera que ande por allí
vista desde la hamaca, a primera línea
por la mañana, antes de la llegada de los invasores, la playa está desierta
bueno, algún que otro local ya mira de vender ensalada de frutas o gafas para bucear
a eso nos dedicaremos en las horas siguientes
ya de vuelta a Cartagena, alucinamos con la iluminación nocturna de una tormenta eléctrica
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