Iruya es un pequeño pueblo perdido en un precioso valle, a
casi tres horas en coche de Humauaca, y a él se llega por un camino de tierra rodeado
de paisajes espectaculares.
Gracias a Víctor, un especialista en turismo comunitario,
pudimos saber cómo este pueblo sobrevive lejos de todo. La mayor parte de los
iruyenses viven del empleo estatal y de las ayudas sociales que se dan en
Argentina por tener hijos, combinadas con algo de agricultura de autoconsumo.
Así nos explicó cómo algunas ayudas, como la que de un sueldo vitalicio por
tener 7 hijos, están distorsionando enormemente la pirámide poblacional de la
zona, donde abundan los niños y los mayores, mientras que apenas hay jóvenes. Por
otro lado, los hijos de familias numerosas sin recursos se ven abocados a la
pobreza y a formar parte de una abundante masa de mano de obra barata.
Antes, en Iruya y las comunidades colindantes (puesto que
hay pequeños núcleos de población todavía más perdidos y aislados) se
cultivaban todo tipo de vegetales, pero cuando las plantaciones de caña de
azúcar requirieron de mucha mano de obra, los locales emigraron y dejaron
perder los campos.
Hoy, el gran acontecimiento del pueblo es el fútbol. Y es
que los fines de semana se juegan muchos partidos entre hombres y mujeres de
todas las edades. Nosotros vimos un rato un juego entre chicas jóvenes y la
verdad es que nos lo pasamos en grande. La táctica era el antiguardiolismo,
patada al balón y a ver donde cae, cabezazo, patadón y nueva patada. Muy
divertido, ¡y muy cansado a casi 3.000 metros!
Con Guillem hicimos una excursión preciosa. Subimos al
monte más alto para admirar el precioso valle y ver volar a los cóndores. Tres que
iban juntos pasaron tan cerca de nuestras cabezas que nos peinaron con el aire
de su planeo, un espectáculo maravilloso. Por el camino nos encontramos a
gentes que volvían con burros cargados
de papas. Habían ido a buscarlas a unos campos a cuatro horas del pueblo. Preguntamos
a otros, y éstos llevaban caminando diez horas desde su pueblo para llegar a
Iruya. Un modo de vida impresionante.
De Iruya también hicimos una excursión a San Isidro, un pueblo
aún más pequeño a dos horas caminando por el cauce de un río. Allí, Xavi estuvo
hablando de la vida en el pueblo con el señor Enrique mientras preparaba duraznos
(melocotones) para secarlos al sol. Unos pasos más y nos cruzamos con una
viejecita que llevaba un barreño de sangre en sus manos. Y es que acababan de
matar a una vaca, y cinco hombres estaban esperando a que se desangrara para
continuar con el corte del animal.
En San Isidro nos encontramos con dos chicos argentinos,
Delfina y Maxi, que habíamos conocido en el bus hacia Iruya. Compartimos unas
empanadas e interesantes impresiones sobre Argentina y volvimos con ellos para tomar
un bus hacia Purmamarca. La verdad es que dejamos Iruya con un poco de pena, pues
es un lugar tan especial y único que nos hubiera gustado disfrutarlo y vivirlo
durante unos cuantos días más, pero el viaje debe continuar.
De camino a Iruya
Subiendo al cerro
Me gusta el furrbol..
Caminata hacia San Isidro
La cabina telefónica, ¡sólo en este punto hay cobertura!
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