Potosí, la ciudad más alta del mundo a 4.300 metros sobre
el nivel del mar, en 1610 superaba en población y riqueza a París o Londres. Hoy,
sus empinadas y pintorescas calles siguen albergando los vestigios de un rico
pasado de dominación española. Edificios de arquitectura colonial, iglesias con
ricos retablos barrocos o conventos de monjas plagados de reliquias doradas se
suceden en esta animadísima población de vendedores ambulantes, indígenas vestidos con su indumentaria tradicional y
autobuses humeantes. El perfectamente cónico Cerro Rico, que la preside
majestuoso, es la clave para entender su historia y su presente.
Y es que esta ciudad es tristemente famosa por la
explotación de la plata que los españoles incentivaron esclavizando a los
indígenas locales desde que supieron que el Cerro Rico albergaba el preciado
metal. Según Eduardo Galeano y otros historiadores, en el Cerro de Potosí han
muerto, por extenuación o por enfermedades relacionadas con la minería, cerca
de 8 millones de personas. Se dice que con la plata extraída en Potosí se
hubiera podido construir un puente de Bolivia hasta España; con los huesos de
los que perdieron la vida en las minas, también.
Hoy, aunque la plata ya casi no se encuentra en el cerro, Potosí
sigue viviendo de la minería. Se estima que 10.000 mineros trabajan durante el
día, 4.000 durante la noche, y otras 10.000 personas más trabajan en
ocupaciones directamente relacionadas, desde los que venden los utensilios a
los obreros de las refinerías donde los minerales se separan de las piedras.
Tuvimos un dilema moral sobre si ir o no a visitar las
minas. Aparte del tema de la seguridad, teníamos nuestras dudas sobre si con
las visitas al interior del cerro estábamos ayudando a dar continuidad a este
trabajo durísimo y mortal, que también realizan niños menores de edad. Después
de hablar con una empresa de ex-mineros reconvertidos en guías, llamada Real
Deal, nos convencimos de que el trabajo en las minas es una realidad que sigue
moviendo Potosí, y que lo veamos o no, no dejará de existir.
Así, decidimos ir con ellos y la verdad es que fue una
experiencia interesantísima. Primero nos llevaron al mercado minero, donde se
venden las herramientas necesarias, la dinamita, las hojas de coca que consumen
para estar más despiertos y tener menos hambre, y un alcohol de 96 grados que
algunos beben y dan como ofrenda. Después nos llevaron a vestirnos con ropa vieja,
botas de agua y casco. Sinceramente pensamos que era una pantomima turística
para hacernos sentir “más mineros”, luego comprobaríamos que el atuendo iba a
resultar muy necesario. Una vez vestidos nos dirigimos a una refinería de
minerales, donde el ruido de las máquinas era infernal, el olor de los
preparados para separar el mineral de la piedra, pestilente y tóxico, y donde
las condiciones de seguridad brillan por su ausencia.
Una vez entendido el proceso, nos dirigimos a la mina y
entramos al Cerro Rico por una de las 180 entradas que se meten en su interior,
como si de un enorme hormiguero se tratara. Y así empezamos a caminar por un angosto
pasillo encharcado y con rieles, los altos agachados y los bajitos con la cabeza
gacha. Entrábamos y entrábamos, el poco aire empezaba a escasear. La situación
no era de broma. De repente los guías gritaban “¡Carro, apartaos!” y todos
teníamos que buscar un sitio en el que pudiéramos apoyarnos a la pared y alejar
los pies de los rieles, por donde pasaban los mineros corriendo con carros
repletos de material hacia el exterior.
Cuando llevábamos ya casi un kilómetro para adentro, el
grupo se separó y con Xavi y Simon, quienes no querían bajar al nivel inferior
porque ya notaban el polvo y la falta de aire, nos fuimos a ver una
representación del Tío, el Dios de la mina, que estaba rodeada de ofrendas
varias como botecitos de alcohol, serpentinas, pétalos de flores e incluso un
feto de llama.
Allí, frente al Tío, nuestro guía Wilson nos explicó que
los mineros, el primer año, ganan unos 3.000 bolivianos al mes (300 euros), cuando
el salario medio en Bolivia son sólo 800, y que trabajando tres años para el mismo jefe
obtienen el derecho a ser socios de una cooperativa y a trabajar en exclusiva
un trozo de la mina. A partir de ahí pueden tener suerte, si en ese trozo hay
una gran veta de mineral, o muy mala suerte, y que allí no haya nada de nada y,
en el peor de los casos, dependiendo de la cooperativa, tengan que empezar de
nuevo.
En casi dos horas de charla bajo tierra, Wilson también
nos habló del orgullo minero, del respeto al Tío, y de la silicosis, la
enfermedad más común en la mina, provocada por la inhalación del polvo que
destruye los pulmones y lleva a la muerte. Es muy probable que un minero muera
joven debido a la silicosis, y es por eso que aunque muchos quieren que sus
hijos estudien, cuando empiezan a escupir sangre y saben que van a morir, animan
a los hijos varones a que se ganen el sustento en la mina, trabajando o no el
trozo que puedan dejarles en herencia. Otros jóvenes simplemente deciden ir a
la mina para ganar más dinero que en otros trabajos y poderse comprar un buen
móvil o un buen coche.
Cuando salíamos de la mina vimos a dos menores de edad, de
unos trece años, entrando con una carretilla para sacar el material acumulado
durante el día. En teoría está prohibido, pero todo el mundo sabe que hay niños
mineros trabajando en el cerro y las autoridades no hacen nada para
controlarlo. Ésta fue la realidad que más nos dolió comprobar.
Vista de la catedral desde la Plaza 25 de Mayo
Los mayores tomando el sol
y las cholitas también
En el mercado
Pórtico de iglesia, mezcla barroca de motivos católicos e indígenas
¡En este edificio está la oficina de turismo!
Iglesia de Jerusalén
Y San Bernardo, que alberga dependencias de la Cooperación Española
El Cerro preside la ciudad
repleta de callejones,
balcones de madera,
y casas de colores
Algunos mineros llegan a viejos, la mayoría no
Nos vamos hacia la mina y en el mercado nos enseñan las garrafas de alcohol de 96 grados, atadas con cadenita no vaya a ser que alguien las robe
nos vestimos en un cuartito con la típica decoración minera
Entramos en la refinería
y vamos para la mina
Esta es nuestra entrada, salpicada, como todas, con la sangre de dos llamas para que el Tío no reclame sangre humana
y avanzamos por el angosto pasillo
Los túneles se van bifurcando
y van pasando mineros cargados de sacos
A veces han de parar para descansar
y luego seguir arrastrando el pesado carro
Wilson nos hace una clase magistral junto al Tío
¡y hasta le pide cosas para cada uno de nosotros!
A la salida, nos fijamos en las vetas y los minerales
y pasamos por túneles en los que hemos de gatear
y al final, cuando ya casi nos hemos acostumbrado, vemos entrar a dos niños y se nos cae el mundo a los pies
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